La emancipación de los esclavos redefinió el proyecto de nación. Foto: Radio Angulo.
Demajagua, sábado 10 de octubre de 1868. Sobre las 10 a.m. la campana del ingenio llama a formación. Se hallaban reunidos más de 500 hombres con 36 armas de fuego (escopetas deterioradas, trabucos y revólveres), machetes y una especie de lanza hecha con pedazos de machetes afilados puestos en astas de yayas. Se disponían a enfrentar un ejército con 80 000 sobre las armas, entre tropas regulares y el cuerpo de voluntarios. Apenas dos meses atrás, el 4 de agosto, en una reunión de conspiradores en la finca de San Miguel del Rompe —propiedad del revolucionario tunero Vicente García—, Carlos Manuel de Céspedes realizó un llamado perentorio:
«Señores: la hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!».
Bajo un sol radiante y el purificador aire marino del Demajagua, Céspedes pronunció las más definitorias palabras; los corazones vibraron mientras exponía con oratoria poco frecuente en los campos cubanos la doctrina que los llevaba a ensillar los caballos:
«…demandamos la religiosa observancia de los derechos imprescriptibles del hombre, constituyéndonos en nación independiente, porque así cumple a la grandeza de nuestros futuros destinos y porque estamos seguros de que bajo el cetro de España nunca gozaremos del franco ejercicio de nuestros derechos».
Acto seguido llamó a sus esclavos a filas —53, casi la totalidad empleados en labores domésticas, pues las labores fabriles y del corte de caña eran realizadas por obreros asalariados—, proclamó su libertad y los convocó a marchar unidos para emancipar la patria; desde ese instante se convirtieron en la compañía de zapadores del Ejército Libertador. En fracción de segundos, su figura, de pequeña estatura, creció. Aquel hombre, en ocasiones adusto y de ademanes aristocráticos, al renunciar a sus posesiones y privilegios de clase se transformó en símbolo y en ese camino convirtió a sus antiguos esclavos en soldados, para compartir con ellos infortunios e ideales; pasó de amo a servidor, y estaba eufórico. Todos pensaron lo mismo: con Céspedes se puede hasta morir, y el resto de los terratenientes siguió su ejemplo.
La emancipación de los esclavos redefinió el proyecto de nación. La actitud de Céspedes, al desconocer acuerdos anteriores sobre la fecha del levantamiento —cuando concluyera la zafra azucarera 1868-1869—, aceptar su designación como jefe y prescindir de Francisco Vicente Aguilera, sería motivo de controversia entre sus contemporáneos; incluso, entre no pocos en la actualidad. Los hechos demuestran que su proceder no puede atribuirse a móviles individuales. Él estaba del lado de los audaces y los impacientes, dispuestos a no malgastar ni un instante más, arrostrándolo todo.
Aquella vanguardia intelectual, culta y sensible, que se hizo cubana desde las enseñanzas de Félix Varela y José de la Luz y Caballero; que se construyó un ideario nacional al calor de la cultura y la ciencia dentro de los salones de los liceos; capaz de dar cuerpo político a sus proyecciones ideológicas, marchaba a la cabeza de la revolución. Y dueña ya de su destino, tuvo la sabiduría y la audacia de presentar un proyecto de país que emancipó al esclavo para convertirlo en soldado y compañero, y de unirse a una masa campesina también cubana e igualmente cansada de un gobierno que por más de tres décadas había regido a la nación con leyes especiales que legitimaron el despojo y la afrenta.