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Obediencia absoluta
La obediencia que Dios le exigió a Abraham aquel día fue la más absoluta posible. Se le exigió que ofreciera a su hijo Isaac como sacrificio. Dios no podía exigirle mayor ejemplo de obediencia. A Dios mismo, de hecho, no se le podía pedir un mayor ejemplo de su estima por nosotros que ofrecer a su Hijo Jesús como sacrificio. Dios estaba pidiendo al «padre de la fe» que imitara sus propias acciones en este asunto. Dios estaba exigiendo a Abraham que actuara como Dios mismo. Este hijo de Dios debía emular la naturaleza de Dios mismo ese día.
Considere esto. Dios le pidió a Abraham que ofreciera a su único hijo hasta la muerte. A Abraham se le exigió, como hijo, que cometiera este acto de sacrificio. Sin embargo, el sacrificio no fue una bolsa de canicas. El sacrificio era el hijo de su propia carne. El sacrificio debía ser la esencia misma de su existencia como padre. Si se viera privado de su «hijo único», dejaría de ser padre. Y su propio Padre era el que le imponía esta exigencia. El hijo llamado Abraham se dispuso a obedecer a su Padre, Dios. El padre llamado Abraham estaba a punto de quitarle todo el sentido a su propio ser simplemente porque su Padre se lo exigía.
FORMA DEL SACRIFICIO DE DIOS
Cuando Dios extendió su mano aquel día para rescatar a Isaac, lo hizo en el último segundo. Su hijo Abraham no se resistió a la petición que se le hizo a un costo que ningún hombre soportaría de buena gana. Abraham no perdonó a Isaac. Fue Dios mismo quien lo perdonó (Génesis 22:12). Las acciones de Abraham ese día proporcionaron a sus descendientes un modelo de obediencia filial que sólo es superado por el acto de Jesús en el Calvario 2000 años después.
Como padre, Abraham exigió a su hijo Isaac que se sometiera a su propia muerte. De Isaac, Abraham exigió este acto de obediencia como el espejo de su propia obediencia a su Padre. Cuando ese día terminó, Dios había hecho de Abraham el más digno de los padres humanos. De esta manera, Abraham cumplió con la calificación final para convertirse en el padre de la nación de la promesa; una nación en la tierra que sería un precursor natural para la Santa Nación de Dios. Ningún hombre menor, y ningún grado menor de obediencia filial podría haber calificado para llevar esta comisión divina. De ahí los arreglos y la providencia de Dios y la presencia en poder del Espíritu Santo para completar lo que era necesario.
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