Puede que estas mujeres sean sólo un complemento de la historia mucho más amplia de Lenin -uno de los grandes líderes políticos del siglo XX-, pero fueron las que permanecieron leales y fiables en medio del destructivo y febril mundo de la política emigrada dominada por los hombres. Lenin, el despiadado martinete y maniático del control, pasó sus años de exilio sacrificando una a una sus amistades en aras de las mayores exigencias del partido y de la revolución, pero sin su equipo de apoyo femenino es poco probable que hubiera sido capaz de tomar el poder, tanto física como mentalmente, en 1917.
Durante sus años de desplazamiento por Europa, una y otra vez Lenin entró en frenéticas disputas políticas en su campaña para ganar el dominio del partido, llevándose a sí mismo repetidamente al punto del colapso físico total. Nadya siempre estaba allí, atenta a los signos reveladores, dispuesta a llevárselo de vacaciones o a descansar y relajarse en las montañas de Suiza que tanto amaban. A expensas de su propia salud -un problema de tiroides no diagnosticado durante mucho tiempo no fue finalmente atendido hasta 1913- siempre puso a Lenin en primer lugar, hasta que ella también llegó al punto de la enfermedad grave, ante lo cual él, por una vez, tuvo que encontrar el tiempo para cuidar de ella.
Con extraordinaria ecuanimidad y dignidad aceptó el encaprichamiento de Lenin con la bella Inessa Armand y toleró una relación sexual llevada a cabo ante sus narices en París; de hecho, se convirtió en amiga y confidente de Inessa y se interesó personalmente por sus hijos tras su prematura muerte. Se dice que Nadya llegó a ofrecer a Lenin el divorcio, pero éste lo rechazó. Él tenía, por supuesto, una deuda moral con ella; pero el sexo y el amor se interpusieron en el camino de la revolución y al final Inessa tuvo que pagar el precio de su devoción y lealtad a Lenin, desgastándose en la causa del partido y en una tumba temprana, a la edad de sólo cuarenta y seis años.