Gastamos miles de millones de dólares cada año en buscar la felicidad, con la esperanza de que se pueda comprar, consumir, encontrar o volar hasta ella. Otras culturas y tradiciones más contemplativas nos aseguran que esto es una pérdida de tiempo (por no hablar de dinero). Nos instan a «estar presentes». Vive el momento, y allí encontrarás la verdadera satisfacción.
Ciertamente, nuestras experiencias más satisfactorias son normalmente aquellas que nos comprometen con el cuerpo y la mente, y no están manchadas por la preocupación o el arrepentimiento. En estos casos, es fácil detectar una relación entre la concentración y la felicidad. Pero, ¿se mantiene esta relación en general, incluso en actividades sencillas y cotidianas? ¿Una mente concentrada es una mente feliz? Los psicólogos de Harvard Matthew Killingsworth y Daniel Gilbert decidieron averiguarlo.
En un estudio reciente publicado en Science, Killingsworth y Gilbert descubrieron que una fracción desconcertantemente grande de nuestros pensamientos -casi la mitad- no está relacionada con lo que estamos haciendo. Sorprendentemente, tendemos a estar en otra parte incluso en actividades casuales y presumiblemente agradables, como ver la televisión o mantener una conversación. Aunque se podría esperar que todo este vagabundeo mental nos lleve a lugares más felices, los datos dicen lo contrario. Al igual que enseñan las sabias tradiciones, somos más felices cuando el pensamiento y la acción están alineados, incluso si sólo están alineados para lavar los platos.
Los ingredientes de la felicidad simple y cotidiana son difíciles de estudiar en el laboratorio, y no son fáciles de medir con una batería experimental estándar de opciones forzadas, seguimiento de los ojos y cuestionarios. La felicidad cotidiana es demasiado efímera. Para estudiar realmente sus causas, es necesario captar a las personas en el acto de sentirse bien o mal en entornos del mundo real.
Para ello, los investigadores utilizaron una técnica poco convencional, pero potente, conocida como muestreo de experiencias. La idea que subyace es sencilla. Interrumpir a la gente a intervalos imprevisibles y preguntarles qué están haciendo y qué tienen en mente. Si se hace esto muchas veces al día durante muchos días, se puede empezar a elaborar una especie de retrato existencial cuantitativo de alguien. Si se hace esto con muchas personas, se pueden encontrar patrones y tendencias más amplios en el pensamiento y el comportamiento humanos, lo que permite correlacionar los momentos de felicidad con determinados tipos de pensamiento y acción.
Para tomar muestras de nuestra vida interior, el equipo desarrolló una aplicación para el iPhone que encuestó periódicamente los pensamientos y las actividades de las personas. En momentos aleatorios del día, el iPhone de un participante sonaba y le presentaba un breve cuestionario en el que se le preguntaba lo feliz que era (en una escala de 1 a 100), qué estaba haciendo y si estaba pensando en lo que estaba haciendo. Si los sujetos estaban pensando en otra cosa, informaban de si esa otra cosa era agradable, neutra o desagradable. Las respuestas a las preguntas se estandarizaron, lo que permitió resumirlas en una base de datos que registraba los estados de ánimo, las acciones y las reflexiones colectivas de unos 5.000 participantes en total (en el presente estudio se utilizó un subconjunto de 2.250 personas).
Además de hacernos ver lo mucho que divaga nuestra mente, el estudio demostró claramente que somos más felices cuando pensamos en lo que estamos haciendo. Aunque imaginar alternativas agradables era naturalmente preferible a imaginar las desagradables, el escenario más feliz era no estar imaginando en absoluto. Una persona que está planchando una camisa y pensando en planchar es más feliz que una persona que está planchando y pensando en una escapada al sol.
¿Pero qué pasa con el tipo de actividades que hacemos? Seguramente, los que se dedican a la fiesta y a viajar por el mundo son más felices que los tranquilos que se quedan en casa y se acuestan temprano. No necesariamente. Según los datos del estudio del grupo de Harvard, la forma concreta de pasar el día no dice mucho sobre lo feliz que se es. La presencia mental -la adecuación del pensamiento a la acción- es un indicador mucho mejor de la felicidad.
El feliz resultado de este estudio es que sugiere una receta maravillosamente sencilla para ser más feliz: pensar en lo que se hace. Pero hay que tener en cuenta que, como cualquier receta, seguirla es muy diferente a simplemente saber que es bueno para ti. Además de las dificultades habituales de romper con los hábitos malos o inútiles, su cerebro también puede estar conectado para trabajar en contra de sus intentos de estar presente.
Estudios recientes de escaneo fMRI muestran que incluso cuando estamos tranquilamente en reposo y siguiendo las instrucciones de no pensar en nada en particular, nuestros cerebros se instalan en un patrón conspicuo de actividad que corresponde a la vagancia mental. Esta actividad «en reposo» característica se coordina en varias áreas cerebrales generalizadas, y muchos afirman que es una prueba de una red cerebral activa por defecto. Según este punto de vista, nuestros cerebros salen del estado por defecto cuando nos bombardean con información, o cuando nos enfrentamos a una tarea difícil, pero tienden a volver a él una vez que las cosas se calman.
¿Por qué nuestros cerebros se empeñan en desconectar? Una posibilidad es que estén calibrados para un nivel de excitación objetivo. Si una tarea es aburrida y puede realizarse básicamente con el piloto automático, el cerebro evoca sus propias alternativas excitantes y nos envía a divagar. Sin embargo, este punto de vista se contradice con los resultados de Killingsworth y Gilbert, ya que los sujetos deambulaban incluso en actividades «atractivas». Otra posibilidad, más especulativa, es que la deambulación corresponda a algún proceso mental importante de limpieza o regulación del que no somos conscientes. Tal vez, mientras nos alejamos, trozos dispares de memoria y experiencia se unen en una narrativa coherente: nuestro sentido del yo.
Por supuesto, también es posible que la deambulación no sea realmente «para» nada, sino más bien sólo un subproducto de un cerebro en un mundo que no castiga el vuelo ocasional (o incluso frecuente) de la fantasía. Independientemente de lo que impulse a nuestro cerebro a instalarse en el modo por defecto, su tendencia a hacerlo puede ser el beso de la muerte para la felicidad. Como los autores del artículo resumen elegantemente su trabajo «una mente humana es una mente errante, y una mente errante es una mente infeliz».
En el lado positivo, una mente puede ser entrenada para vagar menos. Con la práctica regular y dedicada de la meditación, ciertamente puedes llegar a estar mucho más presente, atento y contento. Pero es mejor que estés preparado para trabajar. Los beneficios más espectaculares sólo los obtienen los individuos, a menudo monjes, que han pasado muchos miles de horas practicando las habilidades necesarias (por algo se llama el estado por defecto).
Los próximos pasos en este trabajo serán fascinantes de ver, y sin duda podemos esperar ver más resultados del gran conjunto de datos recogidos por Killingsworth y Gilbert. Será interesante saber, por ejemplo, cuánto varían las personas en su tendencia a deambular, y si las diferencias en la deambulación se asocian con dolencias psiquiátricas. De ser así, podríamos adaptar las intervenciones terapéuticas a las personas propensas a ciertos estilos cognitivos que las ponen en riesgo de sufrir depresión, ansiedad u otros trastornos.
Además del potencial traslativo de este trabajo, también será emocionante comprender las redes cerebrales responsables de la deambulación, y si hay eventos desencadenantes que envían la mente al estado de deambulación o de concentración. Aunque vagar puede ser malo para la felicidad, sigue siendo fascinante preguntarse por qué lo hacemos.